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El día que Giacometti conoció ‘Las meninas’ (y prefirió ‘Las hilanderas’)

El artista suizo nunca estuvo en el Museo del Prado, pero pudo conocer sus joyas en 1939, en Ginebra, en una exposición del tesoro salvado de los bombardeos de la Guerra Civil

Alberto Giacometti prefería Las hilanderas a Las meninas. Así se lo hizo saber a James Lord, un joven inglés que jamás cumplió con su sueño de ser novelista, pero que dejó un excelente testimonio del proceso de creación y destrucción del escultor suizo. Llegó al estudio del artista para posar un día de 1952 y acabó sentándose 18 jornadas en el taburete, a metro y medio de Giacometti, escuchándole mascullar irritado quejándose por no ser capaz de alcanzar lo que persigue y legando a la posteridad aquellas conversaciones con el genio: Retrato de Giacometti (Antonio Machado Libros). Le reconoció que nunca había visitado el Museo del Prado, pero que tuvo la oportunidad de ver los dos cuadros en Suiza, en el Museo de Bellas Artes de Ginebra, cerca de la casa de sus padres. Las joyas del museo español habían llegado tras su periplo republicano por Valencia, Barcelona, Figueras y Francia, en su huida de las bombas franquistas.

El Gobierno de la República -asediado y derrotado- asumió la cesión de la propiedad del patrimonio histórico español a Francisco Franco. El Comité Internacional para el Salvamento del Tesoro Artístico Español de la Sociedad de Naciones se hizo cargo de él y Ginebra ofreció al dictador el montaje de una exposición irrepetible. El dictador aceptó, también los beneficios de la muestra. Fue un éxito rotundo, las taquillas registraron más de 345.000 entradas en los tres meses que permaneció abierta al público, entre junio y agosto de 1939. Los hoteleros aplaudían: “Ha proporcionado mucha clientela sin tener que incurrir en demasiados gastos”, puede leerse en la prensa suiza de entonces.

Giacometti se había instalado en 1922 en París y desde allí viajó a su país natal a ver la muestra, que cerró sus puertas el mismo día que Alemania invade Polonia y dos días antes de que Reino Unido y Francia declaren la guerra a Alemania. El último tren que cruzó las fronteras francesas transportaba, destino a Madrid, las obras que había admirado Europa antes de que estallara el horror. Se salvaron de dos guerras. Pero sabemos más de las condiciones en las que Giacometti se encontró el museo, que de su visita. El escultor y pintor llegó a la exhibición con 35 años, adorando a Tintoretto y Velázquez (su padre, pintor, bautizó a su hermano como Diego) y odiando a Tiziano.

Fuera de las tendencias

A esa edad Giacometti ya se alimentaba de las civilizaciones antiguas, la egipcia y la etrusca, y sus estatuas de líneas filiformes y fluidas. Y de los grandes maestros de la pintura italiana: Giacometti está fuera de las tendencias, dentro de los museos. Le interesaba la figura humana, no la abstracción. Y en 1947 sucede su gran hallazgo, la escultura que determinará el resto de su vida y el motivo de su pasado: El hombre que camina, que se muestra al mundo por primera vez en Nueva York, en 1948, y se vende por 700 dólares. Giacometti cobra 300 dólares. 62 años más tarde, una de las versiones, se venderá por 141 millones de dólares, la escultura más cara de la historia de las subastas.

Uno de los hombres que caminan llega al Museo del Prado, que inaugura este martes una muestra -comisariada por Carmen Giménez-, junto con 11 esculturas y una pintura (un retrato del filósofo japonés Isaku Yanaihara), procedentes de los museos de Luisiana de Arte Moderno y del Museo Beyeler de Basel. Giacometti entrará por primera vez en el Prado y se encontrará con Velázquez, pero sobre todo con Tintoretto: “Fue para mí un descubrimiento maravilloso, una cortina abierta sobre un mundo nuevo que era el reflejo del mundo real que me rodeaba. Tintoretto tenía razón y los otros estaban equivocados”, apunta en sus Escritos (Editorial Síntesis).

El museo es su hábitat. Copia a los maestros italianos, se bebe el Louvre a diario, dice que se sabe de memoria lo que cuelga de cada sala: “Interrogaba intensa, largamente, cada obra, una tras otra. Copié casi todo lo que se ha hecho desde siempre para aguzar la mirada. Cuando te propones copiar ves mejor la cosa”, le dice a Pierre Schneider. Cuando está en el taller es otra cosa, se desespera.

Una muchedumbre

El día que conoció Las meninas y prefirió Las hilanderas, tuvo que vérselas con la muchedumbre que atrajeron las mejores obras de Goya, Greco, Murillo o Rubens. “Era un desfile permanente de público aglomerado. Como el público aumentaba por días decidieron poner vallas ante los cuadros”, recuerda en sus memorias de aquellos días el restaurador Manuel Arpe y Retamino, que custodió la buena salud de las obras durante sus tres años de itinerario.

El museo suizo vació sus salas al completo y no escatimó en inversiones para estar a la altura del acontecimiento: instaló luz eléctrica, hizo crecer las taquillas, amplió el horario (de diez de la mañana a diez de la noche) y construyó enormes armaduras de hierro para colgar y exhibir los tapices, que se alternaban con las pinturas. Todo en menos de un mes. Las meninas no estaban acostumbradas al clima ginebrino y el barniz de la obra se “pasmó”, según cuenta el restaurador. Le ocurrió a varios cuadros: la humedad alteró los barnices y se precipitaron las resinas, provocando un efecto de espesa niebla que ocultó la pintura y que Arpe tuvo que eliminar.

“¡Mierda!”. Giacometti grita. Es meticuloso y sufridor. Es consciente de lo difícil que es hacer visible a los demás su propia visión de la realidad. “El artista avanza poco a poco, avanza sin alcanzar sus fines. Trata de dar forma con la agilidad de sus manos expertas, trata de encontrar la vena, la vía… Modela la arcilla a lo largo de una varilla de hierro, y vuelve a empezar, y empieza de nuevo”, cuenta Franck Maubert en El hombre que camina (Acantilado). Dice que crear es hacer y rehacer. Rehacer sin parar. Quizá por eso prefiera a Las hilanderas, porque si hay un cuadro que demuestre que los pintores persiguen la pintura sin ser capaces de detenerla es ese.

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