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David de Miranda entusiasmó a Las Ventas

El onubense cortó dos orejas y salió por la Puerta grande, mientras que Paco Ureña, en su reaparición en Las Ventas, consiguió una

El joven onubense David de Miranda entusiasmó a todos y salió a hombros por la Puerta grande. Aprovechó las buenas condiciones del sexto, el mejor toro del encierro, y dibujó una faena emocionantísima, basada en una gracia profunda, en la creatividad y el embrujo de un torero nuevo y sorprendente. Fueron cinco tandas; dos con la mano izquierda, hondas y hermosas, ligadas en una demostración de naturalidad, buen gusto, aroma, clase, y estilo.

Poco conocido por estos lares, confirmante de alternativa, se presentó en la corte como un torero valiente, menudo y artista. Su saludo por ajustadas saltilleras en el quite a su primero fue una aceptable carta de bienvenida. Se fue al centro del ruedo con la muleta y allí, en lucha sin cuartel contra el viento, recetó unos estatuarios de categoría mientras el engaño volaba a su antojo. Hubo poco más porque su oponente carecía de los aditamentos propios de la casta brava, pero quedó patente que es torero de buen corte, que tiene hechuras de artista y es valiente. Ante el último confirmó todas sus credenciales con sobresaliente nota.

Cuando Paco Ureña se perfiló para entrar a matar a su primer toro, la plaza de las Ventas guardó el silencio reservado para los grandes momentos. El torero se levantó sobre los talones, la mirada fija en el morrillo del animal, y los tendidos, al unísono, empujaron como una sola persona para que la espada entrara hasta la bola. Pero un “¡oh…!” colectivo de triste decepción se escuchó cuando el acero encontró hueso y el posible trofeo que el murciano tenía ganado se esfumó.

No fue la vuelta al ruedo un regalo al hijo pródigo, querido, eso sí, pero apartado de los ruedos durante meses por una lesión irreversible y también admirado por su compromiso y su torería tantas veces demostrada ante esta afición. No era un regalo, sino el justo premio a una actuación que encerró destellos de alta escuela. Recibió al toro con cinco verónicas y una media que supieron a gloria, templadas, sentidas y emotivas. Brindó al público y comenzó por bajo con un par de muletazos largos y un pase de pecho de pitón a rabo que auguraban faena grande.

Había poco toro, ciertamente, pero sí un torero henchido de ilusión. Situado en el terreno justo, protagonizó momentos estelares de torería por ambas manos, especialmente tres naturales bellísimos que entusiasmaron con razón a la parroquia. No hubo faena grande, probablemente porque el toro lo impidió, pero quedaba el regusto de la vuelta soñada por un torero merecedor de mejor suerte. El pinchazo del “¡oh…!” lo deslució todo, pero quedó la íntima alegría de la vuelta a la vida de un buen torero que merece el triunfo que con tanto ardor persigue a pesar del infortunio.

Su faena al quinto, de tan escasa condición como sus hermanos, fue larga y también una lección de torería arduamente trabajada, de catedrático seguro y templado. Consiguió embeber al toro en la muleta y trazó naturales y derechazos que fueron verdaderos carteles de toros. Unas garbosas manoletinas y una buena estocada dieron paso a una merecida oreja en el cómputo general de una tarde que ojalá le devuelva la confianza perdida.

El Juli no tuvo suerte con su lote. Su primero, una birria, y la compañía furiosa y desasosegante del viento, y el cuarto, un sobrero de Luis Algarra, de corto recorrido y escasa condición brava. En el primero, sí, hubo un momento de alto voltaje. Salió en el quite Ureña y capoteó por ceñidas gaoneras, y le respondió el señor Julián con unas apretadas chicuelinas.

El festejo tuvo un visitante, un enemigo siempre inoportuno e indeseable, el viento, que quiso arrasar con todo. Primero, con los sueños juveniles de un chaval, David de Miranda, al que le ha costado dios y ayuda llegar hasta aquí a causa de una grave lesión; con el deseo de El Juli de afianzar en plaza tan importante su condición de figura y con las ilusiones de Paco Ureña, que reaparecía en Madrid tras perder el ojo izquierdo en la feria septembrina de Albacete.

Y el viento, que molestó una barbaridad y convirtió los engaños en banderas al aire, tuvo un compañero para acabar con la esperanza de todos: el toro de Juan Pedro Domecq, el artista sin fortaleza, sin casta, sin raza… El animal birrioso que es incapaz de explicar por sí mismo la razón del amor eterno que le profesan las figuras; quizá, quién sabe, porque son corderos y solo se parecen al toro bravo en el color de la piel.

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