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Aristócratas, cantantes y delincuentes

El Londres de los años sesenta propició una insólita promiscuidad social

Sigue en expansión el mercado de libros musicales. Y eso incluye, inevitable, títulos que tienen truco. Estoy pensando en Jumpin’ Jack Flash, subtitulado David Litvinoff and the Rock’n’Roll Underworld. Una jugada inteligente de su autor, Keiron Pim, justificada por una leyenda urbana: su protagonista, David Litvinoff, solía alardear de que Jumpin’ Jack Flash, la canción de los Rolling Stones, se refería precisamente a él.

Resulta más defendible que Litvinoff tuvo una relevancia no reconocida en la elaboración de Performance, la gran película de culto del cine británico de los sesenta. Figuraba en los créditos como “entrenador en diálogos y asesor técnico”; la rumorología tiende a atribuirle una implicación decisiva en el guion –firmado por Donald Cammell- e incluso en la escenografía que filmó Nic Roeg.

Sospecho que muchos de los informantes de Keiron Pim –y han sido docenas– han sucumbido al mito del genio maldito, eclipsado por personajes más mediáticos. Sucede que Litvinoff se suicidó en 1978, en el palacio de Lord Harlech. Aunque tuvo contratos para escribir libros, no llegó a publicar nada. Pero dejó numerosos rastros: apariciones en películas o documentales underground, cintas de audio en las que grababa conversaciones, cartas chispeantes.

Había nacido en un distrito judío de Londres, en 1928. Adolescente durante la Segunda Guerra Mundial, descubrió que aquellos años fueron formidables: se resquebrajó el imperio de la ley, se relajaron las costumbres, había chanchullos para gente lista. Los Litvinoff eran una familia obrera, con nueve hijos. De ellos, algunos sacaron rendimiento a su educación. Emmanuel Litvinoff se convirtió en un autor prolífico, también recordado por un tenso incidente: ante una sala llena, recriminó a T. S. Eliot sus poemas antisemitas. Sin embargo, David prefirió quedarse en un voraz autodidacta. Le fascinaban los gánsteres, que en la posguerra ofrecían abundantes oportunidades laborales: antros de juego, prostitución, clubes nocturnos.

Esas inclinaciones tuvieron consecuencias peligrosas. Intimó con los malhechores más famosos de la ciudad, los gemelos Kray; con Ronnie Kray compartía debilidad por los chicos guapos. Pudo haber celos sexuales aunque seguramente fueron asuntos de negocios los que explican que le rajaran la boca con una cuchilla (mensaje implícito: “hablas demasiado”). No se quejó: estaba habituado a infligir o sufrir violencia, incluso torturas.

David reinó en el Soho, entonces cubil de la bohemia londinense. Fue retratado por Lucian Freud y el cuadro saltó a los periódicos cuando David puso objeciones al título: The procurer (el alcahuete). En el Soho se sumergió en el circuito del jazz, donde desarrolló una fascinación obsesiva por el blues.

Esos conocimientos le resultarían valiosos para ganarse la confianza de estrellas juveniles como Eric Clapton o Mick Jagger. Tenía además buena maña para conseguir adelantos de grabaciones, como las Cintas del sótano de Dylan, que cambiarían el rumbo musical de Clapton. Podríamos también afirmar que el bestiario de Litvinoff se cuela en temas stonianos como Memo from Turner o You Can’t Always Get What You Want.

Lo que capta el libro de Keiron Pim es un momento raro en la historia social de Inglaterra: la aristocracia se rinde ante las figuras del pop (y ambos grupos se sienten impresionados antes los reyes del hampa). Durante un breve periodo, Londres parecía una ciudad porosa, que facilitaba la ascensión social o el turismo por los abismos. Lo contrario del presente, cuando la urbe de los millonarios se amplía mientras engulle los barrios humildes.

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