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Aquel gigante de Georgia

Una nueva biografía sitúa a Otis Redding en su contexto político, racial y musical

Más o menos, todos conocemos las circunstancias de la muerte de Otis Redding: víctima de un accidente de aviación, a finales de 1967, justo después de grabar la canción que concretaba su renovación estilística, “Sentado en el muelle de la bahía”. Sin embargo, hay detalles que no encajan. Tenía la envergadura de un guerrero mandinga pero, en realidad, acababa de cumplir los 26 años. Era un padre de familia, con tres hijos, instalados en un rancho de 110 hectáreas. Asombro: había conseguido ese estatus grabando para Stax Records, modesta discográfica de Memphis, y en tiempos de inmensas turbulencias raciales: cuatro meses después, Martin Luther King sería asesinado en el Lorraine Motel, donde solían alojarse los cantantes que acudían a grabar con Stax.

 Abundan las biografías sobre Otis, a pesar de los obstáculos: la ausencia de entrevistas reflexivas sobre su vida y arte, la beatificación inmediata de cualquiera que muere prematuramente. Así que se agradece la traducción del libro más reciente, Otis Redding: Una vida inacabada (Neo Sounds, 2019). Su autor, el músico y periodista Jonathan Gould, ha rellenado la semblanza del artista con el fondo social y cultural del Sur de los Estados Unidos durante sus breves años de vida. Lo que cuenta rompe el consenso de la narración oficial y no ha gustado a algunos de los supervivientes.

Por ejemplo, aplica un severo correctivo a la reputación de Stax. Su fundador, Jim Stewart, era musicalmente miope: a pesar de su admiración por los métodos de la Motown, no se le ocurrió organizar un taller de canciones para nutrir a sus artistas. Sí se benefició de la creatividad de la pareja Isaac Hayes-David Porter pero ellos llegaron llamando a su puerta, como ocurrió con la mayoría de sus artistas. La dejadez de Stewart se complicaba con su fobia a la tecnología: incluso cuando se estableció la estereofonía como estándar, él insistía en mezclar sus grabaciones en monoaural.

Se cuenta el pasmo de Tom Dowd, ingeniero de Atlantic Records, cuando visitó el estudio de Stax, un antiguo cine. Descubrió que en Memphis desconocían el concepto de mantenimiento técnico. Frente a ese desastre, le maravilló la eficacia de sus músicos, que desarrollaban contundentes arreglos en el proceso de grabación, un prodigio de intuición que resultaba especialmente fructífero con un vocalista como Otis, que no se avergonzaba de tararear sus ocurrencias.

Para artistas que dependían de girar constantemente para cuadrar las cuentas, el grabar discos era más una obligación publicitaria que un fin en sí mismo. Los álbumes de Otis se hacían deprisa y corriendo: asombra que su versión de “Satisfaction”, de los Stones, se grabara sin que Otis se preocupara de aprenderse totalmente la letra. Lo que sí sabía Redding era cuándo y cómo aplicar el lanzallamas de su formidable voz.

Como todo negro listo nacido en Georgia, Otis aprendió el delicado arte de relacionarse con los blancos que detentaban el poder. Gente como su socio para composiciones, el guitarrista Steve Cropper, cuya simpatía por la música negra le impedía entender las miserias de la segregación: confundiendo causa y efecto, aseguraba que las relaciones raciales en Memphis eran perfectas “hasta que llegó Martin Luther King”. O Phil Walden, su manager, que se llevaba una tajada extraordinaria de sus ingresos pero que también estaba allí cuando había que convencer a jueces y policías para que se retirara una acusación de homicidio frustrado. Otis, a pesar de su triunfal aparición ante los hippies de Monterey, no era precisamente un predicador del “peace and love”.

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