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Anticiclón sobre la Francia mediana que va bien

Angers, una localidad de 150.000 habitantes a 300 kilómetros de París, encarna las provincias discretas del país que han sabido capear la crisis y adaptarse a los nuevos tiempos

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“Francia fue antaño el nombre de un país; hoy es el nombre de una neurosis”. El filósofo existencialista Jean-Paul Sartre escribió la frase en 1961, pero muchos días, en 2019, parece más vigente que nunca.

De la revuelta de los chalecos amarillos contra el presidente, Emmanuel Macron, al recurrente debate sobre el islam; del miedo sobre la decadencia de la vieja potencia mundial al ascenso de extrema derecha; de la fractura social a la territorial, a veces se diría que este país está atrapado en un laberinto sin salida.

¿Todo el país? No. Francia no es (solo) una neurosis y Angers es la prueba. Esta ciudad de 150.000 habitantes, a 300 kilómetros de París y a una hora y media en tren, demuestra que hay otra Francia que hace poco ruido, discreta pero tanto o más parecida a la Francia real —si es que existe— que la otra.

“Durante demasiado tiempo, todo el mundo pasaba de largo”, dice el diputado Matthieu Orphelin, que reside en Angers desde el año 2000 y representa una circunscripción que engloba parte de la ciudad. Esta era la ciudad sin cualidades, a medio camino entre la omnipotente París y Nantes, capital de la costa Oeste francesa, con la imagen de la provincia soñolienta donde nunca ocurría nada.

La imagen era imprecisa. Angers fue la capital del Anjou, sede de dinastías medievales. Como relata la académica Danièle Sallenave en L’églantine et le muguet —voluminoso libro de viajes que arranca con la citada frase de Sartre—, esta fue una zona de fractura en la Revolución entre la nueva Francia republicana y la contrarrevolución rural y católica. En la posguerra, se instalaron gigantes de la electrónica como Thomson. Hoy la fábrica está cerrada. Aunque no se ha compensado la pérdida de empleos industriales bien protegidos de los Gloriosos Treinta —la última era de prosperidad entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y los años setenta—, Angers ha sobrevivido.

“Es una ciudad de talla humana. Este es el secreto”, resume el alcalde, Christophe Béchu, que abandonó Los Republicanos, el partido de la derecha clásica, y ahora apoya a Macron. La ciudad, añade, tiene dos “motores económicos”: las plantaciones vegetales y los llamados objetos conectados o Internet Of Things (Internet de las cosas, en inglés).

“Tenemos la impresión de que hay un anticiclón sobre nuestras cabezas”, dice Corine Busson-Benhammou, directora de relaciones exteriores e internacionales de Angers French Tech, la cooperativa de empresas de Angers que lleva el sello de la iniciativa nacional para promover el sector tecnológico. Mientras en otros lugares llueve, aquí se visulumbra el sol. Hay una expresión del poeta renacentista Joachim du Bellay que regresa en las conversaciones: la “douceur angevine”, la dulzura angevina.

Angers desconoce la despoblación de otras ciudades de provincias: la aglomeración urbana ha sumado 10.000 habitantes en los últimos cinco años. Tiene 40.000 estudiantes. El centro, surcado por una moderna red de tranvía, es un bullicio de obras. El precio medio del metro cuadrado cuesta una cuarta parte del de París. En 2018 Angers fue designada por el semanario L’Express como la “ciudad más atractiva de Francia” y también es “la ciudad más verde”, según otro ránking. El sector electrónico no ha desaparecido: algunos de los mayores proveedores europeos tienen aquí su sede.

Franck Cherel es el presidente de Parade, fabricante de zapatos de seguridad para trabajadores de la construcción. Cherel tuvo hace unos años la idea de conectar sus zapatos con un dispositivo electrónico que detecta si la persona que los lleva se ha caído o ha tenido un accidente. Los zapatos conectados de Parade —filial del grupo Éram— sirven para personas mayores con problemas de movilidad.

La tradición electrónica es un caldo de cultivo. “En Angers, hemos encontrado todos los conocimientos y talentos”, dice Cherel para explicar cómo desarrolló el producto, que lanzará al mercado en julio.

“Yo digo: ‘No os durmáis en los laureles”, avisa el diputado Orphelin, que ha abandonado La República en marcha —el partido de Macron— por sus desacuerdos con la política medioambiental y social del presidente. La tasa de desempleo ronda la media nacional, el 8,7%, aunque en la región es inferior.

“Salimos de un traumatismo que ocurrió hace diez años”, dice el alcalde Béchu, en alusión al cierre de las fábricas. El camino es largo. “En 2018 hemos logrado atraer a tres empresas de más de 500 personas para invertir en Angers”, añade. De estas tres, una es una fabrica de alarmas, otra es un grupo de supermercados no alimentarios de bajo coste, y la otra, una operadora telefónica. “Sí, hay una sobrerrepresentación de empleos poco cualificados y con salarios poco elevados, pero siempre lo preferiré al subsidio de desempleo o el subsidio social”, argumenta Béchu.

Jean-Paul Plassard, veterano dirigente comunista, conduce su viejo Peugeot diésel por las zonas industriales donde se concentran las empresas electrónicas, logísticas o automovilísticas, símbolo de la prosperidad. Se detiene ante la fábrica abandonada de Thomson, símbolo de otra época. “Qué desperdicio: humano, económico y ecológico”, lamenta. La imagen es equívoca. La fábrica, si se encontrase en el norte de Francia desindustrializado y atenazado por el pesimismo, sería un icono perfecto de los tiempos que llegan; aquí parece una excepción.

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