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Aleksandr Solzhenitsyn: descubrir el gulag

Este martes se cumplen 100 años desde que nació el Nobel ruso. A partir de la revelación del gulag, solo desde una estupidez cómplice cabía mantener la adhesión al mito comunista

La imagen de Aleksandr Solzhenitsyn en España está asociada a su visita de 1976, cuando tras la muerte de Franco, se atrevió a destacar la presencia de libertades —se vendía prensa extranjera, residías donde querías, incluso era posible fotocopiar en la calle—, frente a la auténtica dictadura soviética, donde toda forma de expresión no oficial estaba prohibida. El novelista Juan Benet le fulminó desde Cuadernos para el diálogo, llegando a censurar a las autoridades de la URSS por haberle sacado del campo de concentración. Desde el punto de vista de una izquierda aún no liberada del mito soviético, el durísimo retrato de la represión en la URSS requería ser descalificado, con la coartada de la orientación contrarrevolucionaria de los planteamientos político-religiosos del escritor y de su implacable anticomunismo. Igual que más tarde con Putin, Solzhenitsyn se alineaba entonces con el republicanismo ultra made in USA. Así que era preciso desprestigiarle. Hasta hoy, cuando se cumple el centenario de su nacimiento.

El malestar y las condenas del tipo Benet respondían al enorme impacto anticomunista de la obra de Solzhenitsyn. Pero es que también para los comunistas que como en España se dejaban la piel luchando contra una dictadura, la explicación del gulag les ponía ante “el infierno de la verdad”, según la expresión de Raúl del Pozo. Era una clarificación necesaria. Golpe a golpe, la narración autobiográfica de Iván Denísovich, las denuncias sectoriales de El primer círculo y de Pabellón del cáncer, los estudios de casos sobre Archipiélago Gulag, mostraban el inmenso horror contenido en el sistema soviético y en su promesa de emancipación. A partir de la revelación del gulag, solo desde una estupidez cómplice cabía mantener la adhesión al mito comunista, lo cual, por supuesto, no implicaba avalar el mito alternativo de la asociación indisoluble entre libertad e imperialismo made in USA.

La evolución del enfrentamiento de Solzhenitsyn con “los jefes de la URSS”, a quienes envía una carta abierta en 1973, prólogo de su expulsión al siguiente año, constituye el mejor espejo del anquilosamiento del régimen tras la eliminación de Jrushev y sus reformas. Incluso en las peripecias personales. El clarinazo de Un día en la vida de Iván Denísovich (1962) era una denuncia radical del sistema estalinista, pero también el anuncio de cambios. Recuerdo que tal fue el juicio del entonces secretario de la Revista de Occidente, Paulino Garagorri, al publicar uno de sus capítulos. Con la cancelación de las reformas y el regreso al comunismo burocrático en 1967, bajo Brézhnev, no solo las obras de Solzhenitsyn fueron prohibidas, sino que el Politburó del PCUS se planteó cómo forzar su silencio como escritor.

Los debates, reproducidos por R. G. Pik Hoia en su Historia del poder, informan acerca del regreso a Lenin, más que a Stalin, buscando fórmulas para eliminar a “quien desarrolla una labor antisoviética”, según Andropov. El mismo que en 1970 diseña la trampa para impedir su regreso de la recepción del Premio Nobel. Solzhenitsyn la elude y además siempre contragolpea. Acaba recordando “a los jefes” el fracaso en su propósito de construir un régimen inmutable que, como el Reich, durara siglos.

La lección de Solzhenitsyn, coincidente con la de Primo Levi, está resumida en su Archipiélago Gulag: “Al mantener el silencio sobre el mal, enterrándolo con la profundidad necesaria para que no salga a la superficie, estamos implantándolo y resurgirá mil veces en el futuro. Cuando ni castigamos ni censuramos a quienes lo practican, no solo estamos protegiendo su imagen: destruimos los fundamentos de la justicia para las nuevas generaciones”.

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